xSílvia
Majó Vázquez
jueves
25 octubre 2018
Una
de las transformaciones más importantes que ha visto el periodismo desde la
llegada de Internet ha sido el fin del monopolio de la producción y
distribución de información. En otras palabras, el fin de la tradicional
relación de los medios con los ciudadanos. Esa relación la explican los
clásicos con la metáfora de la verticalidad. En un mundo pre-Internet, arriba
estaban los medios, distribuyendo información hacia abajo, léase hacia los
ciudadanos. Ellos (los medios, claro) controlaban los mecanismos de producción
y también los flujos de información. El fin de esta relación vertical que
motiva el último trabajo del que fue editor de The Guardian durante 20 años,
Alan Rusbridger, y el inicio de un
esquema horizontal en el que la transmisión de información se produce en
igualdad de condiciones entre la audiencia, que ha dejado de ser sólo eso, y
los medios, que ya no tienen el monopolio de la información, ha supuesto el fin
del periodismo tal y como lo conocíamos hace apenas dos décadas: ahora
cualquier ciudadano puede jugar a la función periodística.
Las
plataformas de medios sociales –en adelante, redes sociales– han contribuido
decisivamente a acelerar este cambio. También las aplicaciones de mensajería
que en los últimos años afianzan esta nueva relación horizontal dentro del
ecosistema informativo. Por un lado, los ciudadanos, a través de sus perfiles
online o de sus blogs, practican lo que en la Academia se hace llamar
periodismo ciudadano. No en vano, la reducción de costes para la producción de
información –que no noticias profesionales– ha facilitado enormemente que la
esfera digital esté literalmente colapsada por una gran cantidad de contenidos
sobre la actualidad que, a su vez, compiten por la atención del público con los
de los medios. Una consecuencia muy positiva de este nuevo escenario es, sin
duda, la diversidad de información que uno puede encontrar en la Red. Sin
embargo, una parte importante de ella –en absoluto toda– no ha seguido los
estándares básicos de verificación, que sí deben seguir los medios de
comunicación. Frecuentemente, es esta información no verificada la que más
rápidamente se populariza en la Red y llega a un conjunto nada despreciable de
la población; varios de los estudios científicos que cito más abajo así lo
demuestran.
Por
otro lado, los contenidos informativos hechos por profesionales se distribuyen,
en gran parte, dentro de espacios cerrados y controlados por multinacionales,
en su mayoría estadounidenses, que muestran una clara opacidad cuando son
preguntadas sobre los criterios que les guían al presentar las noticias a sus
públicos. Las redes sociales se están convirtiendo en distribuidores decisivos
que ordenan el debate público. Sobre ellas recae cada vez más la
responsabilidad de determinar qué contenido informativo está o no permitido
dentro de sus ‘muros’ y son las que determinan qué popularidad tendrá este
contenido a través de sus algoritmos. Consecuentemente, tienen un creciente
poder para determinar sobre qué y con qué intensidad se debate sobre ciertos
temas en la esfera pública.
La
difusión de información falsa y los procesos de desinformación han contribuido
a afianzar el protagonismo de la redes sociales en el nuevo marco de
comunicación ‘horizontal’ en el que nos encontramos. Desde las elecciones de
Estados Unidos en 2016, han sido innumerables los estudios que se han producido
con el fin de entender la difusión de información falsa y los procesos de
desinformación a gran escala que se pusieron en marcha a raíz de la campaña
electoral que precedió esos comicios –aquí sólo uno de los muchos ejemplos del
Oxford Internet Institute. Entre los estudios más relevantes, están aquellos
que han ayudado a determinar los mecanismos de difusión de este tipo de
contenido. Gracias a estudios como éstos, se ha producido también una mejora de
los procesos de identificación de los emisores de información falsa y de sus
campañas de desinformación. Aunque a su vez, estos mismos falsos ‘emisores‘ han
aprendido a mejorar sus estrategias. Lo que nos lleva a una suerte de relación
circular en la que la información falsa y las acciones de desinformación se
continúan difundiendo a gran escala, a través de Internet, especialmente, de
las redes sociales y las aplicaciones de mensajería.
La
existencia de información falsa o de falsas noticias no es una novedad que ha
traído consigo Internet. Pero su difusión a gran escala sí que lo es. La
distribución de este tipo de información la facilita la Red y, sobre todo, las
plataformas sociales; así lo prueban los estudios que hay sobre la cuestión. En
el Reuters Institute for the Study of Journalism nos encargamos hace unos meses
de poner a disposición del público una bibliografía con los trabajos
científicos más relevantes sobre este fenómeno y sus orígenes. Les invito a
visitarla, y verán cómo este fenómeno no es nuevo, aunque sí sus
dimensiones.
El
protagonismo en la esfera pública de las noticias falsas y la desinformación ha
coincidido en el tiempo con el uso, cabe decir que irresponsable, del concepto
fake news (noticias falsas en su traducción al español) por parte de figuras
políticas y expertos de toda condición. Demasiado frecuentemente, el término se
ha usado no para describir el fenómeno, real y existente, de la proliferación
de información falsa y de campañas de desinformación, sino para menoscabar el
prestigio de la prensa ante la opinión pública y su función esencial para las
democracias. Al usarlo indiscriminadamente y, sobre todo, al hacerlo en el
contexto de información con la que no se está de acuerdo, se daña enormemente
la función que los medios tienen en democracia.
Los
medios ejercen una función esencial para que los ciudadanos reciban información
independiente sobre los poderes ejecutivos, entre otros, y para que, a su vez,
éstos deban rendir cuentas por sus actuaciones ante los ciudadanos. El fenómeno
de la proliferación de información falsa debe formar parte del debate público y
ha de atajarse desde una perspectiva multilateral, tal y como indican los
informes más recientes elaborados por organismos como la Comisión Europea, el
Consejo de Europa y también la Unesco, por nombrar solamente algunos de
ellos. Sin embargo, el uso del concepto,
etiqueta o –como dirían los estrategas políticos– el marco mental de fake news
es claramente inadecuado para referirse él. La campañas de desinformación y la
información falsa son algo mucho más complejo –muy recomendable este ‘post’ de
Laura Teruel, en el que hace un repaso a los tipos de acciones de
desinformación que se identifican en la red.
Esta
misma semana, el director general de la BBC reconocía el daño que este término
inflige al periodismo, pese a que su corporación lo ha usado frecuentemente
para simplificar un fenómeno que requiere algo más de un par de minutos de
televisión para ser entendido (ver también esta sección de su web). «[…]
Tenemos todos la responsabilidad de inculcar confianza en el periodismo
profesional», decía el director de la BBC.
Claramente,
el concepto fake news hace lo contrario. «El término se lo han apropiado
políticos en todo el mundo para referirse a medios de comunicación con los que
están en desacuerdo. De esta forma, se está convirtiendo en un mecanismo con el
que los poderosos pueden restringir, socavar y eludir la prensa libre”, afirman
los investigadores Claire Wardle y Hossein Derakhshan en el documento encargado
por el Consejo de Europa. Coinciden también con el director del Reuters
Institute, Rasmus K. Nielsen, quien como experto ante la Comisión Europea
recordaba a este organismo que el término «está mal definido, politizado y es
confuso para la ciudadanía en general». La misma Comisión Europea ha mostrado
su rechazo al uso de este término y su apuesta por el uso, en su lugar, de la palabra desinformación. «La
desinformación incluye todo tipo información falsa, engañosa e incorrecta que
se ha elaborado, se presenta y promociona con la intención de causar un daño
público o para obtener algún beneficio», dice en el documento la profesora
Madeleine de Cock Bunning.
Al
escuchar los políticos –e incluso periodistas y demás expertos– usar en muchos
países, también en España, el concepto de fake news, me pregunto sobre las
consecuencias que ello tiene al ahondar, todavía más, en el descrédito que
vienen sufriendo las instituciones básicas de la democracia. La prensa lo es.
Los medios tienen, por supuesto, mucho trabajo por hacer para recuperar la
credibilidad y confianza que han ido perdiendo a lo largo de los últimos años.
Pero son también los responsables de que podamos acceder a información
imprescindible para la toma de decisiones como ciudadanos libres, o de desvelar
datos y acciones de nuestros representantes públicos que, de otra forma, nunca
conoceríamos –sólo por poner uno de los últimos ejemplos, véanse los ‘Papeles
de Panamá’.
Los
esfuerzos de la prensa por mejorar sus mecanismos de verificación ante la constante
circulación de información falsa tampoco deben pasar inadvertidos en todo este
debate. Iniciativas como Verificado (en México), Comprova (Brasil), Crosscheck
(Francia) o las que First Draft está impulsando ante las elecciones en India
del próximo año demuestran el compromiso global de los medios con la
información veraz.
Las
palabras, no les descubro nada nuevo, tienen mucho poder. Por ello,
precisamente, el uso del término ‘fake news’ es irresponsable y sirve a
gobiernos de todo tipo para menoscabar la función de la prensa y, en el peor de
los casos, obstaculizarla seriamente. Además, revela una falta de conocimiento
de la complejidad de este problema: la desinformación a gran escala.
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