Indígena:
Tratados con pueblos o constituciones de Estado: Dilema para América.
INDÍGENA… VILTIPOCO10000: MAYO 21 DE
2013…
xClavero.derechosindigenas.org
Publicado
el 11 Septiembre, 2001
Los
derechos de pueblos indígenas, de pueblos que no forman estados y que son
anteriores a ellos en el propio territorio manteniendo cultura propia, pueden
reconocerse y actualmente se reconocen por medio de formas distintas, mediante,
por ejemplo, sentencias, leyes, estatutos, constituciones o tratados. No digo
que el medio sea el mensaje o que la forma determine el contenido, mas pienso
que esto, lo mediático y formal, no es indiferente o que incluso cuestiones
bien de fondo pueden implicarse en ello. Ya por la clase de instrumento que se
utilice, sea judicial, sea legislativo, sea estatutario, sea constitucional,
sea de tratado, cabe que se determine la misma posición que se le adjudica a la
parte indígena. Mediante uno u otro tipo de norma, sólo con ello, puede
determinarse el alcance efectivo del derecho que procede a reconocérsele. No
voy a ocuparme de todas las especies documentales que pueden mediar formalmente
en el registro y admisión de derechos indígenas, sino tan sólo del par más
significado, la forma de tratado y la forma de constitución. Me sitúo en
América.
Tratados
antes que Constituciones
Históricamente
precede el tratado. Antes de que aparezca la constitución como forma normativa
en el sentido básico que hoy le conferimos, lo que sólo ocurre hacia las
postrimerías del siglo XVIII con la independencia de los Estados Unidos y sus
secuelas por América, antes de esto ya se lleva un tiempo practicando a una
doble banda, tanto por las potencias europeas entre sí como entre ellas por
separado y pueblos indígenas, tratados que interesan a derechos de éstos. Unos
y otros instrumentos pueden entonces llamarse formalmente tratados, pero entre
uno y otro supuesto, entre estados europeos o entre estado europeo y pueblo
indígena, se presenta una importante diferencia a menudo solapada o implícita,
no puesta de manifiesto ante una de las partes contrayentes.
Por
aquellos siglos, por el XVII y el XVIII sobre todo, entre potencias europeas
acuerdo y trato se entienden usualmente negociados y contraídos por iguales.
Entre parte europea y parte indígena, se presume en cambio por la primera una
posición de superioridad en virtud de la cual sobrentiende la misma una reserva
de facultades que van de la interpretación a la cancelación unilaterales. No se
necesita consignar esto expresamente en el tratado pues no se considera sujeto
a negociación ni acuerdo. Se tiene de parte europea por un dato natural de
distancia entre culturas debiendo la propia, y no sólo pudiendo, hacerse cargo
de la responsabilidad directiva o, como se concebía a sí misma, civilizatoria y
colonizadora. Como deber, y no sólo como derecho, que así se presumía, dicha
reserva y el eventual ejercicio de facultades retenidas permeaba el
entendimiento e inspiraba la práctica de dichos tratados entre potencias
coloniales y pueblos colonizados. Para el lenguaje de esta parte, la de matriz
europea, ello se expresaba con la categoría de soberanía, el poder que así se
presumía, retenía y ejercía.
Sin
embargo, de mediar tratado, había bilateralidad, algo sumamente importante
incluso frente a dicha presunción de cultura. No sólo existía la inteligencia
de una parte, de la que se pensaba superior, sino también de la otra, la que
creía lógicamente en pie formal de igualdad (Williams, 1997). Podía ésta
justamente entender que prácticas como la del reconocimiento mutuo mediante el
intercambio de obsequios expresaba esa relación formalmente igualitaria por
delante y por encima de cualquier estipulación registrada en escritura y, desde
luego, de cualquier presunción de parte. El tratado no dejaba de ser un
instrumento bilateral en pie de igualdad porque se sesgase y desvirtuara por el
entendimiento e interpretación de una de las partes. Su propia existencia, la
del tratado, testimoniaba el mutuo reconocimiento de derechos respectivos, no
sólo el de derechos indígenas por potencias europeas, sino también de derechos
europeos por pueblos indígenas en América, lo cual era por supuesto lo
primario. Porque la parte europea, la advenediza, se pensase legitimada por el
imperativo religioso de su deber civilizatorio, no tenía legitimación ante la
humanidad indígena. No la recibía desde luego sino por su consentimiento, el
indígena.
Si
recuperamos el entendimiento justamente bilateral, no etnosesgado, de unos
tratados, resulta entonces haberlos incluso en casos en que una parte, la
europea, no les prestaría luego de grado, reconocimiento alguno. Los aprovechó
como credencial de entrada para negar más tarde su existencia. Me refiero a
prácticas como la dicha de intercambio de obsequios o como la de mutuo
emparentamiento efectivo o también ficticio, sin necesidad de acompañamiento de
escrituras. Constituían verdaderos tratados, si se quiere implícitos, por el
reconocimiento que realmente implicaban. Lo hacían del mismo modo que unos documentos
o incluso en mayor medida para una de las partes, para la principal que era
entonces la indígena, de cuyo consentimiento dependía la legitimidad de la otra
presencia, la europea. Los tratados fueron entonces una práctica tan
generalizada como también defraudada de forma sistemática por el entendimiento
parcial y sesgado de la parte procedente de Europa. Por sí mismos representaban
un reconocimiento mutuo de derechos en pie formal de igualdad.
Entre
los dos principales colonialismos europeos en América, el hispano y el
británico, los tratados explícitos para ellos por constar en escritura, como
pieza de hecho usualmente complementaria de los protocolos de intercambio
material y familiar, fueron práctica más característica del segundo que del
primero, pero éste, el hispano, que usó y abusó de los tratados implícitos
desde un inicio, también recurrió bastante al registro documental sobre todo en
el siglo XVIII (Levaggi, 2002). Lo hizo sobre todo para granjearse el apoyo de
pueblos no dominados frente a las otras presencias coloniales, no porque
cambiase de posición respecto a la humanidad indígena (Weber, 1998). En todo
caso, los unos como los otros, los hispanos como los británicos y demás
europeos que se hicieran presentes por América, portaban y aplicaban el mismo
entendimiento de presunción cultural con el efecto de reserva de facultades
unilaterales y desigualitarias o inequitativas, con la secuela de asunción y
retención de soberanía como poder último o así primero que he dicho (Williams,
1990).
Constituciones
entre Tratados
Entre
las últimas décadas del XVIII y las primeras del XIX, América se puebla de
estados independientes con flamantes constituciones por iniciativa de parte no
indígena. Aun con sus importantes diferencias respecto a la presencia indígena,
tienen algo en común tales estados constituyentes y esto es el tropo de tomar
la parte por el todo. Cortocircuitan de entrada la bilateralidad. Dicho con la
categoría de matriz europea, heredan y asumen la soberanía potenciándola y
reforzándola con la propia práctica constitucional. Una parte de la población,
la más advenediza, se arroga el poder de constituirse a sí misma como si
estuviera constituyendo a la totalidad humana del territorio que, de forma
igualmente unilateral, se asigna o prevé asignarse. El poder constituyente se
lo atribuye y lo ejerce una parte sobre el todo. Las constituciones americanas
nacen con este pecado original de tropismo y unilateralidad.
El
signo más claro lo ofrece el primer caso en orden cronológico. Los Estados Unidos
se independizan contra la política de bilateralidad británica representada por
la proclamación regia de 1763 reconociendo territorio indígena y sentando
reglas para unas relaciones que pudieran desarrollarse mediante tratados, bien
que todo ello bajo el principio expreso de soberanía continental, de costa a
costa, de la parte europea. La constitución estadounidense guarda silencio
sobre tal proclamación porque la rechaza. Contra ella se ha producido la propia
independencia aunque no guste luego recordarse (Clinton, 1989). El principio
potenciado y reforzado de soberanía se expresa ahora en la unilateralidad de la
constitución misma. Cuestión ulterior es que determine el mantenimiento de un
escenario favorable a la práctica de los tratados ya así todavía, en todo caso,
más subordinada. Lo permite indirectamente la famosa cláusula de comercio en
cuanto ubica a las indian tribes como entidades más cercanas a las foreign
nations que a los several states constituyentes de los Estados Unidos (US
Constitution, art. 1, sec. 8.3). Cabría la prosecución o reanudación de la
práctica de tratados.
Bajo
dicho paraguas pudo tener continuidad en efecto durante buena parte del XIX la
política relativamente bilateral de tratados con el escoramiento ahora más
fuerte de la presunción cultural de retención de poderes por parte de matriz
europea, la estadounidense tras la independencia (Prucha, 1994). Ante
conflictos entre pueblos indígenas, estados internos y federación, la
jurisprudencia constitucional formuló pronto dicha política en términos de
continuidad sustancialmente colonial (Williams, 1990: 287-323; Norgren, 1996).
La prevalencia de la constitución de los Estados Unidos sobre los tratados con
pueblos indígenas ha significado exactamente la atribución a la parte federal
de unos poderes unilaterales respecto a dichos instrumentos bilaterales
absolutamente al margen de cualquier chequeo y balance que pueda decirse
constitucional. He ahí el cortocircuito de procedencia y tracto realmente
coloniales, pero extremamente agravado por la unilaterialidad más marcada del
constitucionalismo.
Por
matriz compartida y por influencia directa, en el primer constitucionalismo
americano de área hispana pueden encontrarse planteamientos similares e incluso
más explícitos. No interesa ahora la distinción de casos, sino la inferencia de
pautas. En textos constitucionales puede hacerse la previsión de “tratados y
negociaciones con ellos”, con los pueblos indígenas o, como entonces se dice en
la misma sede constitucional, “los indios bárbaros”, implicándose así
claramente la posición de superioridad que asume la parte constituyente. Se
abunda. El mismo texto constitucional explica requisitos y objetivos de la
práctica de los tratados: “Se les respetará (a los indios bárbaros) como
legítimos y antiguos propietarios, proporcionándoles el beneficio de la
civilización y religión por medio del comercio y por todas aquellas vías suaves
que aconseja la razón y dicta la caridad cristiana, y que sólo son propias de
un pueblo civilizado y culto; a menos que sus hostilidades nos obliguen a otra
cosa”. La situación de partida también se define en este texto constitucional.
El estado que así se constituye está atribuyéndose territorios realmente
poblados y en manos de “tribus errantes o naciones de indios bárbaros”,
indígenas no sometidos (Clavero, 2000: 390-397).
Ahí se
dibuja un escenario que puede generalizarse para la América flamantemente
constitucional. Los estados constitucionales se adjudican territorios ajenos.
Entienden que los habitan pueblos inciviles, humanidad precisada de la
civilización procedente de Europa. Se muestran dispuestos a transmitirla
pacíficamente o, caso de necesidad, a imponerla bélicamente. Los tratados
forman parte de los métodos de paz. En este cuadro, resultan sólo relativamente
bilaterales. Los pueblos dichos bárbaros se considera que están obligados a la
negociación y al trato con el estado realmente ajeno en beneficio presuntamente
propio. Si falta esta disponibilidad de parte indígena, se le reputa como
hostil con la consecuencia de resultar legítima o justa la guerra de dominio
entonces emprendida por parte del estado. Durante los siglos XIX y XX, son
también las presuposiciones que operan, las prácticas que se desarrollan, no
sólo entre el resto de los estados latinoamericanos, sino igualmente en los
Estados Unidos. Campean por la generalidad de América.
No es
usual toda esa franqueza de tratados y hostilidades en planteamientos
expresamente constitucionales. Lo más usual es que las constituciones guarden
un discreto silencio sobre las relaciones entre pueblos indígenas y estados y
más en particular sobre la práctica de tratados y su alternativa bélica. Pero
ambas cosas, el tratado como la guerra, son habituales y compatibles, sobre
todo durante el XIX, como mecanismos de relación con el objetivo bien marcado
de inculturación, supeditación y domesticación de la humanidad indígena de
grado o la fuerza. Esto ocurre por Angloamérica, según nos han acostumbrado a
ver a su modo las películas, como también por Latinoamérica (Levaggi, 2000;
Briones y Carrasco, 2000). La diferencia constitucional entre una y otra
Euroamérica se produce en un extremo desde luego importante, pero entonces
secundario. Se sitúa en el punto de la concepción del territorio y de la
ciudadanía.
Las
constituciones latinoamericanas parten de una idea relativamente más neta del
propio territorio conforme a fronteras coloniales acompañada de un
entendimiento comparativamente más general de la propia ciudadanía,
comprendiendo a población indígena. En este marco, la práctica de los tratados
entre estado y pueblo puede parecer más atípica, pero así también, como
anormal, pese a una larga y densa experiencia, acabará considerándose en los
Estados Unidos (Prucha, 1994: subtítulo). Se reputarán esos acuerdos como
tratados impropiamente dichos, sin el pie definitoriamente de igualdad, el
carácter enteramente bilateral ni la fuerza particularmente comprometida de los
suscritos entre estados, los propiamente entonces dichos. Todo esto operaba
realmente de origen, de unos orígenes coloniales que así en efecto tienen, para
la parte indígena, continuidad completa e incluso agravada en tiempo
constitucional.
Constituciones
sin Tratados
Lo
usual es que las constituciones americanas no hagan referencia alguna a los
tratados con pueblos indígenas. Es hoy excepcional el caso de Canadá por
proceder en 1982 a un reconocimiento constitucional de “treaty rights of the
aboriginal peoples”. Conviene la lectura más por extenso: “The guarantee in this Charter of
certain rights and freedoms shall not be construed so as to abrogate or
derogate from any aboriginal treaty or other rights or freedoms to the
aboriginal peoples of Canada, including any rights or freedoms that have been
recognized by the Royal Proclamation of October 7, 1763″ (Charter of Rights and
Freedoms, part. I, sec. 25). Ya
estamos en antecedentes para advertir la duplicidad. El reconocimiento
constitucional de derechos derivados de tratados se incluye en el mismo cuadro
del planteamiento colonial de la soberanía antes británica y ahora canadiense
(Kulchyski, 1994). No salimos de un constitucionalismo en línea de continuidad
de fondo con el colonialismo para la parte indígena. Dicho reconocimiento
produce desde luego novedades, pero resultan secundarias a nuestros efectos de
apreciar el valor intrínseco de unos instrumentos, los tratados y las
constituciones.
Puede
suponer un comienzo de recapacitación constitucional que también se produce de
otra forma, como enseguida recordaré, por otros estados americanos, pero no por
los Estados Unidos. De forma cada vez más degradatoria de la posición indígena
y nugatoria para los tratados, la jurisprudencia de apariencia constitucional y
de sustancia colonial que arrancaba de la cláusula de comercio ha seguido
desarrollándose, sobre todo desde las postrimerías del siglo XIX (Harring,
1994; Clark, 1994). En el siglo XX, la concesión unilateral de la ciudadanía ha
abundado en el efecto. Pueden mantenerse de parte indígena e incluso en el
lenguaje común unos principios de formarse nations reconocidas por treaties
contándose así con sovereignty para dotarse de constitutions, las de
reservations indígenas, pero todo ello se encuentra degradado, realmente
subvertido por el acoso federal, por su entendimiento de parte desde una
posición siempre de superioridad, nunca en pie de igualdad. A estas alturas,
los Estados Unidos aún no se han planteado una enmienda o reforma que afronte
el colonialismo enquistado en su propio constitucionalismo ni hay visos en
absoluto de que vaya a hacerlo (Wilkins, 1997; Deloria y Wilkins, 1999).
Por el
ámbito latinoamericano, desde unas constituciones reconociendo y garantizando
hacia principios del siglo XX propiedad comunitaria indígena y otras, o
reformas de las mismas, profesando y proclamando hacia sus finales, en estos últimos
años, la multiculturalidad del Estado por plurietnicidad de la sociedad, han
sido bastantes los intentos de diagnosticar al menos y tratar en casos el
aparente quiste (Sánchez, 1996; Clavero, 2000; Barié, 2000). Desde ofrecer
amparo al comunitarismo territorial hasta tomar en consideración el
multiculturalismo estatal, desde así admitir un margen de autonomía indígena
hasta plantearse un reto de reconstitución común sin tropos de una parte por el
todo, se despliega un nutrido menú de fórmulas constitucionales trayendo
novedades y abriendo posibilidades. Sin embargo, a lo que ahora nos está
importando, respecto a dicha cuestión del valor o disvalor intrínseco de unos
instrumentos normativos, no puede decirse que haya novedad apreciable. No la
hay tangible. No puede haberla operativa mientras que no se afronte la
continuidad del colonialismo, el verdadero quiste. El mismo multiculturalismo
constitucional, hoy bastante común por Latinoamérica como reto de reforma del
Estado (Assies, van der Haar y Hoekema, 1999; van Cott, 2000; Brysk, 2000),
resulta un fraude en toda regla si así se proclama para una sociedad aún
constitutivamente colonial.
Respecto
a los instrumentos, para las constituciones latinoamericanas no hay cuestión de
tratados, ni de la existencia de unos pretéritos cuya bilateralidad pudiera
recuperarse ni de la posibilidad de unos futuros que pudieren efectivamente
reconstituir en unos términos justamente multiculturales mediante el pie de
igualdad formalmente debido. Las propias constituciones que así reconocen
multilateralidad siguen planteándose bajo unos supuestos de determinación
constituyente de parte. No se aplican a sí mismas la premisa plural. La
pluralidad es todavía un tropo con respecto a lo principal, a lo constituyente
del sistema político y el orden jurídico. Habrán éstos de ser plurales por
determinación que sigue siendo parcial y por tanto bajo condiciones no sólo
decididas, sino también perfiladas, de una parte, siempre la no indígena. Por
mera declaración de multiculturalidad no se despeja la presunción cultural de
superioridad, la que sigue de hecho constituyendo aún presumiéndose ya ahora
otra cosa.
El caso
de México puede resultar de lo más ilustrativo a estas alturas. En 1994, un
levantamiento en zona indígena desemboca en todo un proceso largo de
negociación que, en lo que interesa a derechos, acaba encauzándose y
desenvolviéndose directamente entre las partes principales de la reconstitución
pendiente, la federal en este caso y la misma indígena. Se llegan a unos
acuerdos constituyentes formalmente suscritos por ambos sectores y así
finalmente presentado, tras variadas vicisitudes, a la institución con facultad
formal para el cambio constitucional, el Congreso federal. Ya estamos en el
2001. El poder constituyente constituido, ese Congreso con la ratificación de
una mayoría de los estatales, no entiende que el acuerdo le comprometa. Para su
posición, ni hay tratado ni posibilidad de nada equivalente. Opta por otra
reforma constitucional, por una frontalmente contraria al espíritu de la
formalmente acordada. No es óbice para esto un instrumento internacional, un
tratado entre estados ratificado por México, que requiere consulta a la parte
indígena para medidas estatales que le afecten. O supone más llanamente dicho
poder constituyente que, con el acuerdo incumplido, la misma consulta se ha
efectuado. Otra cosa entiende que es condicionar inconstitucionalmente a las
instituciones de soberanía. Con prácticas de acuerdos y todo, el poder
constituyente sigue sin participarse (Burguete, 1999; Gómez, 2000). Al tratado
susodicho entre estados, el famoso Convenio 169, me referiré enseguida.
Esta
última reforma mexicana, la del 2001, otorga rango constitucional a una
autonomía municipal e intermunicipal que puede ser indígena. Hay también ahora
casos americanos de establecimientos constitucionales de autonomías comarcales
o regionales en consideración a la presencia indígena. De hecho, no son
novedades. Vienen a reconocer y formalizar situaciones dadas de comunidades o
pueblos resistentes a las presiones estatales en territorio propio. Dichas
autonomías constitucionalmente formalizadas vienen también a producir de otra
banda un apoderamiento de los mismos estados de cara a tales realidades.
Reconocimiento y aceptación constitucionales suponen capacitación estatal para
la determinación de relaciones como instancia previa al propio ejercicio de la
autonomía indígena. La retención referida del poder constituyente, de una
soberanía así entendida, conlleva ese corolario de supeditación normativa. Hoy
por hoy, las constituciones como instrumentos alcanzan por sí mismas, incluso
cuando reconocen derechos y admiten autonomías, tal efecto lesivo para la parte
indígena.
Tratados
entre Constituciones
El
tratado entre estados al que he hecho referencia respecto al caso de México es
naturalmente el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países
Independientes de la Organización Internacional del Trabajo de 1989, Convenio
169 para la forma usual de identificación por número de serie entre los que
esta institución ha acordado con estados desde sus orígenes en 1920. Es tratado
entre estados y algo más. Los estados se comprometen ratificándolo, pero existe
un acuerdo previo que es el de la propia institución internacional, la cual
está compuesta de un modo tripartito no sólo por gobiernos, sino también por
organizaciones empresariales y sindicales. En su seno, con esta concurrencia,
se ha producido el acuerdo de hacer y redactar el tratado que ulteriormente así
se ofrece a la ratificación de los estados. Éstos en el caso se comprometen a
respetar unos derechos indígenas y el referido procedimiento de consulta para
las propias determinaciones, las estatales, que puedan afectar a dichos
pueblos, los indígenas.
Un
tratado entre estados con mediación y supervisión internacionales procede al
reconocimiento de derechos indígenas, no nos interesa ahora sustantivamente
cuáles. Nos importa el instrumento y su alcance formales. Es más que un tratado
entre estados, pues su texto se elabora y su práctica se controla no sólo por
gobiernos, sino también por otras partes, la patronal y la sindical. Hay algo
que sigue sin encajar. Si la parte destinataria es la indígena y si así se
amplía el terreno de juego, ¿cómo es que ella precisamente, tratándose de sus
derechos, no participa? Puede responderse que la OIT, la Organización
Internacional del Trabajo, tiene una constitución que no contempla la
posibilidad, pero ahí es donde radica nuevamente el problema. Un poder constituyente
parcial no se pone en cuestión por venir a considerarse como sujetos de
derechos a partes nuevas. Consigo misma, la OIT ni siquiera se aplica el
requerimiento de consulta que entiende debido para los estados. El mismo
Convenio 169 guarda también un hilo de continuidad con prácticas coloniales y
constitucionales de tratados entre estados que afectan a pueblos indígenas sin
contarse para nada con ellos respecto al propio acuerdo.
La OIT
no es un caso excepcional en el actual panorama internacional. Al fin y al
cabo, es agencia ahora de Naciones Unidas y estas mismas no conocen otros
principios constituyentes. Advierto que no es un chiste por doble sentido lo
que ahora digo. Naciones Unidas es nombre que significa exactamente Estados
Unidos, Estados que se reúnen en una organización común, la que se dice
internacional por asimilación idéntica a interestatal. La OIT es excepción en
la medida en la que se abre constitutivamente a entidades no gubernamentales, a
patronales y sindicatos en concreto. Guarda en común con la entidad matriz que
los constituyentes principales son los estados. Esto de principal, no tanto
como exclusivo, puede también decirse hoy, a nuestras alturas de comienzo del
siglo XXI, de Naciones Unidas, pues de hecho se ha abierto, aunque sin revisar
su constituyencia, a participaciones no gubernamentales y entre ellas a la
indígena. Luego me ocuparé de este punto importante por supuesto.
Antes
conviene recordar que Naciones Unidas, conforme a su establecimiento
constituyente, también practican los tratados entre estados aun interesando a
otros. Así se desarrolla precisamente el derecho internacional de los derechos
humanos que Naciones Unidas asume e impulsa desde sus tiempos fundacionales,
los del segundo lustro de los años cuarenta del siglo XX. Sus declaraciones de
derechos se adoptan por los estados en conjunto y a ellos se dirigen en
particular. Sus convenciones o pactos de desarrollo y garantía de derechos se
acuerdan igualmente entre estados y se ofrecen a los mismos para que los ratifiquen
y así se comprometan.
La Convención sobre Derechos Civiles y Políticos de
1966, la principal sin duda, afecta particularmente a humanidad indígena,
aunque no la mencione, por su artículo 27: “In those States in which ethnic,
religious or linguistic minorities exist, persons belonging to such minorities
shall not be denied the right, in community with the other members of their
group, to enjoy their own culture, to profess and practise their own religion,
or to use their own language”. La Convención de Derechos del Niño de 1989
abunda, mencionándola, con su artículo 30: “In those States in which ethnic,
religious or linguistic minorities or persons of indigenous origin exist, a
child belonging to such a minority or who is indigenous shall not be denied the
right, in community with other members of his or her group, to enjoy his or her
own culture, to profess and practise his or her own religion, or to use his or
her own language”.
Son
tratados entre estados sin consideración además ninguna para con otras entidades
colectivas como posibles sujetos. Obsérvese la cuidadosa redacción de los
citados artículos para que los titulares del derecho a cultura propia sean sólo
los individuos, las personas pertenecientes a minorías, pese a que el mismo
sólo pueda lógicamente ejercerse de forma precisamente colectiva, en común con
los demás miembros de su grupo. Al propósito de control jurisdiccional en el
mismo ámbito internacional, ello ha supuesto que se les reconozca legitimación
a los individuos ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas sin que
pueda en cambio constituirse en parte el grupo social, comunidad o pueblo
indígena en el caso. A efectos prácticos y pese al propio Comité, esta
jurisdicción internacional de derechos humanos, tiende a distinguir, por su
superior entidad e incluso diversa naturaleza, el supuesto indígena del de
minorías, resulta que en contenciosos que se plantean entre individuo y estado
afectando neurálgicamente a colectividades indígenas, éstas ni siquiera cuentan
con voz propia. Siguen siempre, como en tiempos coloniales, sujetas a
determinaciones ajenas, comprendidas ahora las internacionales (McGoldrick,
1994: 14-16 y 247-268; Pritchard, 1998; Clavero, 1999).
Con
Naciones Unidas, derechos humanos, jurisdicciones internacionales y todo, sigue
dándose una continuidad con el colonialismo en lo que toca a la humanidad
indígena, a aquélla de pueblos que no forman estados y que son anteriores a los
mismos en el propio territorio manteniendo cultura propia. Por su misma
identificación con derechos humanos, Naciones Unidas se muestra bastante más
consciente que los estados por separado. Tampoco ha revisado su constituyencia
igualmente estatal, pero ha ampliado la participación en su seno hasta
franqueársela a representaciones indígenas. Viniendo al reconocimiento del
problema pendiente y pasando a plantearse la posibilidad de un instrumento
específico de derechos de los pueblos indígenas, ha llegado a entender que no
debe considerarse el asunto sin la participación de la parte interesada, la
indígena (Hannum, 1990; Anaya, 1996; Palmisano, 1997; MacKay, 1999).
Es un
inicio, sólo un inicio, de historia por fin postcolonial. Ante dificultades
ingentes por incapacidades ante todo culturales de la mentalidad todavía
dominante y aún inconsciente del lastre colonial, no es fácil desde luego
vislumbrar cuál es el rumbo que se tomará (Tully, 1995; Kymlicka, 1995; Ivison,
Patton y Sanders, 2000). Naciones Unidas está actualmente debatiéndose entre
fórmulas distintas y no se sabe si complementarias de hacer presente la voz
indígena (representación ante grupos de trabajo de la Subcomisión de Derechos
Humanos; relator especial de la Comisión; foro permanente consultivo del
Consejo Económico y Social…), ninguna de las cuales implica en lo más mínimo
alguna revisión de su constituyencia de estados, pero cuyo mismo complejo
suscita esperanzas todavía no garantizadas.
Más en
concreto, en Naciones Unidas se está considerando la recuperación de la
bilateralidad de los tratados (Alfonso, 1992-1999), como está también
debatiéndose un proyecto de Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas
que progresaría previsiblemente, si finalmente adoptara, en dicha dirección
definitivamente postcolonial y, por lo que puede resultar, también
postconstitucional (Anaya, 1996: 207-216).
Tratados
después de Constituciones
El
proyecto actual de Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas comienza
por equipararles a los restantes pueblos de la humanidad en el punto esencial
de un derecho a la propia determinación en todos los órdenes: “Indigenous
peoples have the right of self-determination. By virtue of that right they freely determine their
political status and freely pursue their economic, social and cultural
development”. Es toda una
formulación solemne de todo un principio de partida para toda una historia
postcolonial.
El
derecho queda así reconocido a los pueblos indígenas en pie de igualdad con
otros pueblos y por ello también con aquéllos que forman estados, inclusive el
de pertenencia, pero este proyecto sólo ofrece garantías internacionales a una
determinada opción en su ejercicio, a aquélla que se mantenga dentro del estado
presente en un régimen de autonomía con un mínimo apreciable de facultades y
unos requisitos consecuentes de procedimientos previstos por el propio
instrumento. Sería una autonomía por determinación ante todo propia, la
indígena, y no por la decisión constituyente unilateral y así dependiente del
estado.
Como
forma de ejercicio del derecho a la autodeterminación, el proyecto no dice que
no quepan otras opciones. Pues no las contempla, lo que da por entendido es que
no las garantiza. Ofrece reconocimiento internacional y garantía así
supraestatal a la autonomía de los pueblos indígenas que opten por permanecer y
articularse con el estado al que se atribuye la soberanía y la retiene ya de
otro modo. La misma en consecuencia ya no implica el poder constituyente, el
derecho de constituir el conjunto por determinación de una parte sola. El
instrumento subsiguiente a la propia declaración ya no sería la constitución
unilateral, sino el tratado bilateral o los tratados multilaterales ahora entre
pueblos y estados. ¿No se augura e incluso está prefigurándose con esto el
futuro finalmente postcolonial de tratados antes que de constituciones?
Dado el sesgo colonial con todo más pronunciado,
frente a lo que suele presumirse, en las constituciones que en los tratados,
resulta lógico que el proyecto guarde silencio sobre las primeras y se
pronuncie sobre los segundos: “Considering that treaties, agreements and other
arrangements between States and indigenous peoples are properly matters of
international concern and responsibility”; con esta motivación, “indigenous
peoples have the right to the recognition, observance and enforcement of
treaties, agreements and other constructive arrangements concluded with States
or their successors, according to their original spirit and intent, and to have
States honour and respect such treaties, agreements and other constructive
arrangements”. Hablando de la
recuperación de bilateralidad más genuina de pasado, según su espíritu y
propósito originales, puede estar también abriendo un escenario de futuro.
En un
porvenir que así se perfila volverían a tener más juego los tratados que las
constituciones o mejor dicho, pues no hay regreso ninguno en la historia y
menos a la preconstitucional, en él, en un futuro, las segundas, las
constituciones, tendrán que identificarse ante todo con los primeros, con los
tratados. De esta forma, por un imperativo al fin y al cabo de derechos, el tiempo
postcolonial habrá de ser también postconstitucional. Aunque no todas lo han
recorrido desde luego, unas constituciones, las americanas por lo menos, puede
que hayan agotado su ciclo como normas fundamentales. En Naciones Unidas está
abriéndose otro horizonte que comienza así por afectar a una cuestión de forma,
la de unos instrumentos normativos. De esto tan sólo me he ocupado.
Lecturas
sugeridas:
Alfonso
Martínez, Miguel (1992-1999), Estudio sobre los tratados, convenios y otros
acuerdos constructivos entre los Estados y las poblaciones indígenas, Naciones
Unidas, E/CN.4/Sub.2/1992/32, 1995/27, 1996/23 y 1999/20.
Anaya, S. James (1996): Indigenous Peoples in
International Law, New York, Oxford University Press.
Assies,
Willem, van der Haar, Gemma, y Hoekema, André, eds., (1999): El reto de la
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Colegio de Michoacán.
Barié,
Cletus Gregor (2000), Pueblos indígenas y derechos constitucionales en América
Latina. Un panorama, México, Instituto Indigenista Interamericano.
Briones,
Claudia, y Carrasco, Morita (2000): Pacta Sunt Servanda: Capitulaciones,
covenios y tratados con indígenas en Pampa y Patagonia, 1742-1878, Copenhagen,
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Brysk, Alison (2000): From Tribal Village to Global
Village: Indian Rights and International Relations in Latin America, Stanford,
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Fuente:
Waldo
Darío Gutiérrez Burgos
Descendiente
del Pueblo de Uquía - Nación Omaguaca
Director
de ‘Viltipoco10000’, el ‘Gapo’ y ‘ArgosIs-Internacional’
…” El mundo que
queremos nacerá de hombres y mujeres que dicen no a esta guerra de exterminio;
la vida florecerá de la acción colectiva, la semilla de hace más de quinientos
años sigue creciendo y emerge desde abajo y camina a la izquierda"…